Fobias y manías (I): Las aceitunas
Uno de los rasgos más característicos de mí es la gran cantidad de manías, fobias y costumbres triviales que adornan mi vida.
No son dañinas, ni perjudiciales, ni enfermizas, pero ahí están, forman parte de mí. Me gustaría superar algunas de ellas, pero bueno, tampoco pasa nada por el hecho de que no ocurra. El caso es que voy a contaros algunas de ellas. Quizá sea una buena forma de ir dejándolas poco a poco, que no creo (como por ejemplo, en el caso de hoy), pero bueno ahí queda eso.
Voy a comenzar con una fobia: Las aceitunas (u olivas). Sí, amigos, soy un bicho raro. Nunca jamás (al menos desde que tengo uso de razón) las he comido. Ni las verdes, ni las negras, ni las sin hueso, ni las rellenas, ni de ninguna clase. Por eso, cuando suelo decir "Lo siento, no me gustan las aceitunas", estoy diciendo una mentira. No sé si me gustan o no. Pero no las pruebo, no quiero. Me producen rechazo, asco no es la palabra, pero vamos, me repelen. No sé bien si es el olor, la textura o qué, pero no puedo con ellas. De hecho, y esto es exclusiva, no las toco (bueno, si fueran recién recogidas o en el árbol las tocaría). Y vayamos un poco más allá. Si en una ensalada una hoja de lechuga, o un trozo de tomate han estado el suficiente tiempo en contacto con una aceituna, esa lechuga o ese tomate pierden puntos para ser engullidos por mí.
Es curioso que uno de los aperitivos más españoles no tenga un hueco en mi amplísimo espectro alimenticio, pero es así. Hay otros alimentos que no como, pero con conocimiento de causa, es decir, tras haberlos probado. El misterio de las aceitunas en mí es insondable.
PD: Si tuviera que, obligado, comerme una aceituna, sería una chafá de Cieza. Y luego lanzaría su hueso, claro.